Autor: Mairo Rangel
Antes de cerrar las viejas cortinas de la ventana, Marianita, se quedó pensativa mirando el cuadrito de cielo que tenía enfrente. La luna, como si supiera que la miraban, danzó rielando con lentitud toda la noche. Con ochenta y siete años, los pensamientos de Marianita aún estaban tan claros como el agua de la vasija sobre la mesita desvencijada. Quizás florecieron recuerdos esa noche serena en la que bostezaba de tanta tranquilidad. Se escuchaba el trepidante ir y venir de la hojarasca y cómo daba tumbos en la calle pedregosa. El silencio traía ecos lejanos de ladridos de perros. Corría el mes en que los caminos olían a monte verde. Y, el cedro centenario, levantado como un edificio de cinco pisos, se estremecía por los fuertes vientos, arrojando por encima de los techos de las casas vecinas ronquidos estrepitosos.
En la oscuridad un hombre a caballo se acerca, el retumbar de las coces avanza con lentitud, y se torna más sonoro a medida que se acerca a la casa. Aquel hombre desmonta con parsimonia, extrae de la gualdrapa un paquete envuelto en tela y amarrado por cintas gruesas. Asoma el ´paquete por encima de la barda metálica.
- Nada, comadre. Y eso que lo buscamos en la naciente del rio Sarare –dijo el hombre. Tenga fe, tenga fe – terminando de decir con un tono esperanzador.“¡Jum! Quién sabe cuál camino agarraría ese ‘guaro’ ”. Salió al paso la voz ebria de un hombre, que estaba sentado en una de las raíces salientes del cedro.
Una luna descotada atravesó el cielo tan rápido como una estrella fugaz hasta taparse. La luz del amanecer comenzó a barrer las sombras de la noche y en cada rincón floreció la claridad. La pequeña casa. Esas cuatro paredes construidas con tanto sacrificio aparecían terminando la madrugada. Podía verse con facilidad el humo del fogón escabullirse entre las ranuras del techo, y se elevaba en el aire formando rizos hasta confundirse con las nubes.
- Qué sabes de Lorenzo, Marianita – preguntó Cipriana cuando iba para el conuco.
- Y ¿Por fin, ‘mano Lencho’? – atisbando al compañero de parrandas de Lorenzo.
Marianita, intentó responder, pero las ganas de llorar eran como un sello en su boca y no dijo ni una sola palabra. El huerto era su escape. Parada justo entre los lirios blancos podía ver de frente la montaña. La oteó con mirada profunda y enlazó con la magia de un cabestrero el triste recuerdo del día en que desapareció Lorenzo, sin dejar rastros.
La mañana termina de abrirse con el chasquido de un metal escarbando el suelo. El huerto delató unas manos arrugadas que abrían nuevamente la tierra, para sembrar el pequeño embrión que luego brotara como una nueva vida. “Aún recuerdo las cuatros paredes de la primera casa ¡Quinientas monedas! Quinientos días de angustias, pero, ya tengo mi casita”, dijo Marianita Chávez, con su ronca y cansada voz. Debió tener, más que satisfacción, un consuelo interior, de dejar a su prole cuatro paredes y un techo. A pesar de los años le gustaba permanecer largo rato en su lugar preferido, su santuario, su huerto. Entre las florecitas de lirio blanco se detuvo pensativa. En sus manos, un tallo de cayena y un puñado de tierra; en los frutos verdes del ciruelo, su mirada de niebla y de tristeza.
- Esas bromas se van a perder si Lorenzo no regresa pronto –apuntando los frutos del ciruelo con la mirada.
La semana había arrancado con la triste noticia sobre Lorenzo. Nadie en el pueblo sabía de su paradero. Dicen que los perros siempre encuentran a su dueño cuando se les pierde en una cacería. Pero los perros llegaron solos, con un montón de cadillos pegados a sus pelambres. Tres días aullando tenían los perros; tres días llorando en silencio, la ausencia del hijo perdido.
Los cuencos de los ojos de Marianita se tornaron amoratados por su vejez. Ayes agitados y desesperados de antaño huyeron, como del invierno las golondrinas, cansados tal vez, de agobiar y hacer sufrir. Marianita Chávez, entre retazos de suspiros recorrió las solariegas y viejas casuchas. Sentía que el alma se le escapaba como aliento y regresaba con ganas de más vida. Llenos de recuerdos infantiles, sus pupilas aguarapadas recrearon los patios vecinos y a los mocosos jugando a las escondidas entre los arbolitos turbados de maleza. Lorenzo brinca de piedra en piedra, corre y se esconde detrás del cedro, grita con voz de alarma “¡Aquí estoy!”. Vuelve a correr y salta la barda de alambre, cayendo sobre los retoños de Yerba Santa que celosa cuida Marianita.
- ¡Muchacho del cipote, me vas a echar a perder las matas! – con un bejuco de tapara en las manos para reprenderlo.
Un silbido de ánimas la distrajo, el mismo de cada lunes antes de encender la velita. El cielo se abre limpio y regala una celeste claridad. “Allá volará quien ganó las alas, allá volará quien esté lleno de misericordia”, pensaba para sus adentros, Marianita, sentada, ésta vez, en una silla de cuero crudo, y sus ojos perdidos en las figuras de las nubes.
- ¿Cuándo regresará Lorenzo? – Se preguntó, presurosa, sacudiéndose la tierra de las manos.
Marianita Chávez vivía en su casita de bahareque, entre el humo gris y las virutas del fogón; sobre la techumbre se elevaba una humareda traslúcida. Detrás, como si fuera un espejismo, se veía el verdor movedizo de la montaña de MaríaLionza. Anclado en caballete y mordido en su pared frontal por dos pequeñas ventanas, abigarradas por dos cuadros de tela metálica, la casa descolocaba con tristeza una puerta de madera amarillada por el sol que rara vez estaba abierta. A la misma hora de cada mañana se podía contar uno a uno la cría de cerdos que marchaban en fila india detrás de su madre, una cerda robusta de pelambre de acero, negro, brillante. Todas las mañanas, a la misma hora, Marianita, salía al medio de la calle con una taza de café recién colado. Se quedaba absorta, nostálgica, más bien, con sus pupilas paralizadas en dirección a la montaña, siempre a la espera de Lorenzo.
- ¡Otra vez se te va a enfriar el cafecito, hijo! – decía.
Ya vencida por la espera, sorbo a sorbo bebía el café, mientras el aroma la ausentaba de su mundo pesaroso. Evangelista, la comadre de la casa vecina, llega apresurada con compresas listas para el parto.
- ¡Válgame! Si ya vas a parir, mujer –dijo.
Con rostro sereno y una maleta apretujada, Marianita, cogió las calles pedregosas en dirección al pueblo; el llanto de la vida quería surgir; el tic tac de los dolores se aceleraba a cada vuelta de las agujas del reloj; cada paso que daba se transformaba en un temblor en su estómago; sus pies no cabían en las sandalias; se hizo paso entre el tumulto enfrente de la casa de gobierno, al parecer, velaban los restos de una de las amantes del dictador; no había tiempo para averiguaciones; los dolores en las entrañas iban y venían cada vez más fuertes; en su mente se imaginaba al hijo, tal como lo soñaba; la voz de Evangelista se confundía con el aturdimiento que provocaba aquella criatura que parecía salírsele por la boca.
- ¿Ya sabes qué nombre le vas a poner? – preguntó ansiosa Evangelista mientras caminaban.
- Lorenzo. ¿No se acuerda? Se lo dije a que Isidra Campos – responde, Marianita, con respiración entrecortada.
No le importó la soledad en la que dejó la casa. Por ráfagas llegaban a su mente el tintin de los vasos de peltre colgados en el negro dintel del fogón. Pero el dolor no distingue edad, ni color, lo tenía clavado a martillazos en su propia alma. El vestido largo pegado a la panza dibujaba un globo que brotaba desde el pecho, y las sandalias medioabrochadas lanzaban piedritas en la espalda por lo pasos veloces. Antes de cruzar la esquina para el dispensario, creyó ver la techumbre humeante de su casa que devolvía el brillo del sol a mediodía. Era la canícula inclemente de septiembre, un veintitrés.
¡Ya son cuarenta, Lorenzo! – era su voz interior. Las tapas de cinc a medio amarrar del techo tronaron por el paso de un ventarrón repentino, como advirtiendo los gritos que venía de la calle. Marianita volvió al mundo y salió a volandas para averiguar qué estaba pasando, y por qué tantos gritos. Su baja estatura no le permitía reconocer cuál era el afán de la gente que rodeaba y palmeaba la espalda de aquel hombre. Aguzó los ojos para ver mejor y lo primero que vio fue la camisa azul clara con que se fue. Su corazón se agitó como repique de tambores, tenía miedo y felicidad, a la vez. Escrutó en el hombre el rostro ajado por la tierra, la mirada extraviada, el cabello desaliñado. Entonces, allí estaba Marianita, frente a Lorenzo. Lo único que alcanzó decir fue: “¡Ah, mundo, hijo, qué fue lo que te pasó!”.
Lorenzo sin decir una sola palabra fue directo a la puerta de su cuarto, la única puerta que daba a la calle, esa que, rara vez estaba abierta. Soltó los alambres que la mantenían cerrada, entró y con una expresión ausente, se sentó en la vieja hamaca.
El fogón avivó la lumbre. El aroma a frijoles refritos y a huevos revueltos se mezcló con el olor sabroso del café recién colado. Marianita cocinó como nunca. Fue al huerto y recogió hojitas de cilantro para preparar los frijoles que le gustan a Lorenzo, trozó ajíes y se hizo de limones para el jugo preferido del hijo reaparecido. Chivacoa vivía los días en los cuales se debatían el rosado del cielo y la llovizna impertinente que adormilaba las gigantescas ceibas y samanes. Marianita caminaba de prisa, de piel morena, cabello oscuro con rayones de canas, no era más alta que un niño de diez años. En sus ojos de parpados caídos ganaba la carnosidad que, como una niebla, le estaba quitando la otrora vista perfecta. Vestía camisones que le llegaban a los tobillos. En aquel momento no hizo falta escuchar el campanario para saber que era alrededor de las doce del mediodía. El sol quemaba la espalda. Mientras recogía limones del suelo, Marianita, hizo círculos una pañoleta y se la acomodó en la cabeza. Sujetó su faldón en dos puntas para vaciar, como en un saco, el recado que le regaló su huerto. Su rostro lleno de arrugas, no mostraba alegría, más bien, cierta tranquilidad y calma.
El humo espeso y gris del fogón, por el contrario, parecía festivo, subía tan rápido que los olores a comida recién preparada podían llegar hasta la montaña de Marialionza.
Mayo en su florescencia arropaba la piel con su calor pegajoso, casi siempre, antes de una intensa lluvia. En silencio las techumbres plateadas comenzaron a rebotar la incandescencia de los primeros rayos de sol. Chivacoa lucía rural y rupestre. Las hermosas y verdes frondas de los arbustos sabían con certeza la llegada de la temporada de lluvias.
Luego de las doce del mediodía, la vianda de comida contemplaba frijoles refritos, huevos revueltos con ajíes y cilantro de monte, una generosa rodaja de aguacate, y la arepa tostada, la delicia de Lorenzo. Con tantos días encalamocado, Lorenzo, debía tener un hambre de ‘Padre y Señor Nuestro’, eso dijo Marianita traspasando la reja y aproximándose con ligereza a la única puerta del cuarto, la misma que daba a la calle.
Allí estuve mirándola, sentado sobre la piedra erosionada por las aguas de lluvia que corrían hacia la montaña. Me aferraba a la emoción de ver a Marianita de mi misma estatura, de comer las olorosas y dulces ciruelas que me regalaba, y de vez en cuando, de degustar las arepas rellenas que ponían en mi mano traspasando la calle. El escozor en mi cuero cabelludo delataba la posición del sol con su luz perpendicular. Sudoroso y con ojos de radar seguí paso a paso a Marianita. Hice un rápido inventario de la vianda repleta de comida. Vi sus manos ocupadas, parada frente de la puerta, y en segundos, los frijoles refritos y los huevos revueltos, regados por el piso. El vaso del jugo y, la vianda, rodaron por las piedras de la calle.
Marianita llevó sus manos a la cabeza, me miró, y dijo con voz de tragedia: “mire lo que hizo este muchacho, carajo”. Las arrugas de su cara se pronunciaron más al apretar los labios, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
El potente ruido de la máquina despejó el espejismo, y una gran pala metálica echaba por el suelo los últimos escombros de bahareque. Me acerqué para agarrar un terrón de entre los escombros mezclados con trozos de madera, lo desmoroné en mi mano, mientras mi mente dibujaba cada parte de aquella casa, el fogón, el catre, la quijada para el molino, y la viga de la desgracia. El viejo ciruelo parece hablarme, pero sus palabras suenan a viento seco y a fogón mojado. Me alejé preguntándome una y otra vez qué sería de Marianita. Cómo ha pasado el tiempo. Y el olor de la ciruela se ha ido para siempre.
Fin.
Chivacoa, mayo de 2021.
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