De: Mairo Rangel
Después de diecinueve años sin verlo, me tocó recoger al tío Lucas la mañana de un martes sorprendente. Desde la panadería donde me ubiqué veía claramente el gigantesco y acorazado portón gris de la penitenciaría ubicada en la cuarta avenida. Esperé allí tres condenadas y extenuantes horas. Entre un cigarrillo y otro recorrí con la mirada las azoteas del recinto, y los guardias, como estatuas para recordar una guerra, se asomaban armados hasta los dientes. Mi imaginación, sin tregua, llenó mi mente de imágenes desastrosas. Con mi piel erizada de terror, pensé en el tío Lucas, en su mala suerte, si así se le podía llamar. Cómo le pudo pasar, me preguntaba. En dónde estuvo la justicia en aquel momento para él, si una mentira tan grande como el mundo pudo transformarla en culpa que, además, no era suya. Entonces han sido diecinueve años sin vivir la vida, exenta de abrazos, sin la dulzura de un beso, sin sentir el viento libre en la cara, privado de jugar, como un padre, con sus dos hijos. No solo se condenó al cuerpo, también, al alma, al espíritu, y al amor.
De pronto, cuando me disponía pedir la cuarta taza de café, el desbarajuste de las personas de la mesa de atrás, me persuadió del movimiento de guardias frente al gran portón. Llamé al mesero y pagué la cuenta. Me incorporé con apremio, caminé hacia el tumulto aguzando la vista en sus rostros. Una mujer, en un caudal de lágrimas, se echó en los brazos de un hombre calvo, flaco, de piel morena. Rezagados, hacia un pequeño estacionamiento, un niño en brazos se aferraba a una rosa roja, y la madre acariciaba con ternura la cara maltrecha de un hombre. El grupo fue dispersándose en medio de un breve barullo. Seguí apuntando y escrutando con mi mirada los rostros de la gente, y, de espaldas a mí, caminando hacia el otro lado de la calle, un hombre de aspecto senil se alejaba. No era el andar de un viejo, pero, a éste hombre, todos los años le habían caído encima. Vestía un jean raído y poncho, una franelilla amarillada, quizás de tanto solearse, y, deslucía una tupida barba.
Esperé un instante para llamar a aquel hombre cabello ensortijado y cenizo. La duda me hizo su presa. “¿Y, si no es el tío Lucas?”, me interpelaba, conteniendo mis ansias un poco. Pero la llamada telefónica de días atrás no podía estar equivocada, la mujer al otro lado del teléfono dijo con suma formalidad: “… Lucas Antonio Rosendo López, tiene orden de excarcelación el día martes dieciséis…”. Y, hoy es martes, y es dieciséis, me dije, convencido. Mi corazón era un repique de tambor a toda velocidad intentando enmudecerme. Entonces, avancé con cierta vacilación hacia el hombre en cuestión, y cuando éste estaba a punto de cruzar la esquina, le grité ¡Tío!, ¡Tío, Lucas! Estas palabras fueron una flecha directa a los oídos del hombre, quien volteó buscando entre la gente alrededor la procedencia de aquel grito. Una sonrisa afloró espontáneamente en mi cara al ver su reacción. Allí estaba, de pie, con una exangüe sonrisa que se abría paso en la espesa barba y, debajo del brazo, una caja de cartón amarrada con las agujetas de sus zapatos.
Mi abrazo se confundió con su abrazo luego de detallarlo de pies a cabeza. Nos olvidamos de la gente que pasaba, que lo observaban con espanto. Quizás en su mente echaron a volar todos los momentos que nos regaló la vida antes del nefasto desenlace. Sus ojos se tornaron vidriosos. Lo primero que alcancé decirle fue: “Te hice caso, tío”. Estreché su mano con mis dos manos y mis ojos parecían un dique con las lágrimas a punto de desbordarse. “Quería estar a tu lado, pero…”, terminé, recordándole, mientras caminábamos en dirección a la terminal. No hacía más que mover su cabeza de un lado a otro sin mirarme a los ojos. “Aquel no es lugar para tí”, dijo, mirando a todas partes menos a mí. Tal vez pensó encontrarse con ella, tal vez lo soñó. Pero el tío Lucas no abrigó esperanza alguna, ni se molestó en imaginar siquiera, que en mi lugar, su mujer y sus dos hijos lo esperasen detrás del gran portón. Porque su vida ya era un desierto, tierra infecunda para sentimientos. Silencioso, abstraído, y triste, miró a través de la ventanilla del bus, pensando quien sabe qué cosa. La infelicidad que estrujaba su cara no dejaba de afligirme, y nunca desapareció de su semblante.
Deseaba adivinar lo que pasaba por la mente del tío Lucas en aquel pequeño restaurante. Devoró como un náufrago su plato de comida. Al terminar de comer se limpió la boca con el antebrazo, hizo algunas muecas y me pidió un cigarrillo. Busqué en mis bolsillos y solo quedaba la cajetilla vacía. Me levanté presuroso, me dirigí al mostrador y pedí al vendedor una cajetilla de cigarrillos. Quité el precinto de la caja, extraje un cigarrillo y se lo ofrecí. Con los dedos temblorosos y manchados de nicotina colocó el cigarrillo en su boca, instintivamente saqué mi encendedor y le proporcioné fuego. Entonces, fumó, y lo hizo con los ojos puestos en la nada. “Ya deben ser unos hombres, verdad”, me preguntó, cuando yo regresaba de cancelar la cuenta. No le respondí porque él sabía la respuesta: Habían transcurrido diecinueve años, tres meses, dos días, y 12 horas, separado forzosamente de sus dos hijos. Cogió otra bocanada de humo de su cigarrillo, lo expulsó con fuerza, y se quedó mirándolo, como si en las volutas leyera lo que sería su vida en adelante. “Mañana iré a verlos”, me dijo, convencido de que sus hijos lo recibirían. “Les diré toda la verdad. Ellos me creerán… No fui culpable de nada”, aseveró, encendiendo un nuevo cigarrillo con el fuego del otro. Observé sus muecas sin articular una sola palabra. Entonces entendí el debate demoledor que dentro de su cabeza se estaba librando. Quizás, voces en su interior decían, “Cuéntaselos”, contra otras que tal vez advertían, “No se lo cuentes”. Sin embargo, yo, aún no soltaba prenda sobre el paradero de sus hijos, porque significaría infligirle más dolor. Por lo tanto, preferí esperar a que las aguas se calmaran y pudiera ver su nueva vida con mayor serenidad.
Antes de conocer a la madre de sus hijos, el tío Lucas rebosaba de felicidad. Era un hombre bondadoso, un hijo predilecto, un tío, cuyos sobrinos eran más que eso, eran hijos. Su carácter y habilidad para los negocios le prometían prosperidad y fortuna. Logró con rapidez ostentar una pequeña riqueza, entonces, nunca faltaría un domingo con el tío Lucas en el circo, en el parque zoológico o, en los carruseles en cada festividad del pueblo. Aún guardo los patines de hierro que me regaló el último diciembre de su libertad. Aún tengo en mi memoria aquellas palabras: “Cuando tenga mis hijos tu vendrás conmigo”. A juzgar por esta promesa, caí en cuenta de que, al buen corazón del tío Lucas, le estaba rondando el amor.
Conoció a su mujer una víspera de navidad. Llevó su noviazgo como todo hombre pudiente encantado con la belleza de su prometida: regalos exagerados, cenas opulentas, temporadas vacacionales en resorts de lujos. El tío Lucas poseía un talento innato para los negocios. Con la compra y venta de vehículos amasó una significativa fortuna. Y cuando vio el momento preciso dio el paso definitivo para sentar cabeza, tener una familia, tener sus hijos, y vivir felices. Los meses volaron. Y nacieron sus hijos: dos gemelas bendiciones. Por aquellos días los negocios estaban en su pico más alto. El tío Lucas un empresario vivaz y emprendedor, queriendo abrir horizontes comerciales, decide viajar fuera del estado. Dejó todo económicamente arreglado para evitarle situaciones apremiantes a su mujer y sus dos pequeños gemelos.
Antes de partir, el tío Lucas visitó el orfanato. Entonces la felicidad en su cara parecía plena. A mis siete años podía distinguir muy bien esas emociones. Entregó, como de costumbre, la onerosa contribución a la cuidadora. Luego, sujetó mi mano, me condujo hasta la puerta, y me dijo: “La próxima vez que vuelva es para llevarte conmigo. Así que, no estés triste”. Cerró la puerta y se marchó. Fue esa la última vez que vi al tío Lucas libre, feliz, y próspero.
Por desgracia, la celada planeada por su mujer y su mejor amigo darían resultados. El vehículo comprado fue la mula para un cargamento millonario de cocaína. En la alcabala limítrofe del estado detectaron el alijo de drogas. El tío Lucas, desconcertado, no tenía respuestas. Y para empeorar las cosas, nadie tenía información del vendedor. Esposado y sometido fue expuesto en el muro de la vergüenza. Hay signos marcados en el destino de los hombres, para bien o para mal. La buena suerte la desmarañó su confianza, “buena suerte” que le cobró con crueldad. Las palabras en los labios ya seniles de la cuidadora estuvieron cargadas de terror, desgracia e inhumanidad. El tío Lucas fue apaleado, torturado hasta la inconsciencia, me dijo. La única prueba de su inocencia fue sustraída de los archivos. Antes de marcharse apoyada en su andadera, la cuidadora dijo haber recordado que, antes de retirarse de la última visita que hiciera a la penitenciaría, el tío Lucas tenía el rostro desfigurado, y el espíritu en completa derrota. Entonces, me entregó las fotos. A los días de estar en prisión el tío Lucas recibió un sobre, lo abrió, terminando por derrumbarse su mundo y las pocas ganas de seguir manteniendo su inocencia. Las fotos de su mujer con su mejor amigo en vil acto de infidelidad, cayeron sobre la mesa.
Duele más el corazón cuando la confianza se convierte en el arma con que te apuñalan. “Así es hijo –dijo la cuidadora a media voz – el tío Lucas nunca quiso que tú te enteraras de su desgracia. Recuérdalo bonito. Tal como se encuentra ahora, está más muerto que vivo”. Miró a mis ojos y dos lágrimas bajaron por sus arrugadas mejillas; luego de dibujar una gran cruz en el aire con su mano, me bendijo.
A las dos semanas de dejarlo en la habitación que arrendé para él, regresé, esta vez con alimentos y algunos efectos personales. La propietaria, sin embargo, no supo dar razones del tío Lucas. Solo ocupó la habitación un día y una noche, me dijo. Salí a volandas de ese lugar e inicié la búsqueda, recorrí cada calle, cada avenida. Con sobresaltos indagué en los hospitales, temiendo lo peor. Los veintiún días de mis vacaciones los dediqué por completo a su búsqueda. Pero nadie supo darme datos de su paradero. Fui al restaurante en donde habíamos comido luego de salir de prisión. Me compré una caja de cigarrillos. De repente, se me agolpa en la cabeza la idea de preguntar al expendedor. Llegué al mostrador y pregunté dando la descripción del tío Lucas. La sorpresa infló mi pecho luego de que un vendedor sale del lado posterior de la caja registradora e inquiere sobre, si soy yo, Carlos Expósito. Asentí con ligereza. Entonces, el hombre puso en mis manos una carta, mientras, decía: “Esto – mostrando la carta – lo dejó la persona que usted describe y me dijo que se lo entregara a Carlos Expósito”. Con mis nervios de punta y afirmando con mi cabeza, cogí la carta. Me hice cualquier cantidad de hipótesis de cómo llegó esa carta a manos de aquel hombre y, cómo supo el tío Lucas que yo lo buscaría en ese lugar. El camino hasta la mesa se convirtió en un siglo de imaginaciones, y todas temían un desenlace fatal. Respiré hondo, saqué la silla, y me senté a leer.
Al pie de la hoja se leía, garabateado: “El tío Lucas”. Sí, era su letra. Este es el tío Lucas, confirmándome a mí mismo. Entonces, encendí un cigarrillo, y con el corazón retumbando en mi pecho, comencé a leer: “Gracias, hijo. Porque en realidad eres el único hijo que tengo. Perdón por no cumplir mi promesa. Perdón por hacerte pasar tanto tiempo sin mí, cuando eras el único que merecías cada minuto de mi tiempo. Me lo has demostrado, lamentablemente, yo no pude demostrarte el cariño que te tengo. Ojalá nunca tengas que pasar por lo que yo pasé. Prácticamente me mataron. Lo que soy ahora no es otra cosa que un ser sin vida. La diferencia con un vulgar muerto es que no tengo mortajas, que camina sin razón y sin motivos. Mi desgracia al parecer no tendrá fin. Estoy enterado que mis hijos ya no son mis hijos. Que otro hombre puso su apellido robándome el tiempo que tenía para ellos. Ya no tengo nada, ni techo, ni cama, ni familia. Nada en donde caer muerto. Supe que se fueron del país, llevándose con ellos la pequeña fortuna que había dejado. De ahora en adelante viviré donde me coja la calle. Tenía razón aquella cuidadora del orfanato, de nada valía echarme la culpa. Pero, habiendo perdido todo, qué más podía hacer. Gracias por esperarme. Has demostrado lo buen hijo que eres. No me busques, estaré bien. La cárcel me enseñó a vivir y andar por caminos duros. Por mí no te preocupes. Te quiere, Lucas”.
Me subí al bus abstraído, con el corazón hecho un guiñapo de lo triste. Me sentí culpable de no tenderle la mano, de no encontrarlo. Cómo dar con quien no quiere ser visto, ni encontrado. Cómo ayudar a quien no desea ser ayudado. Desde la ventanilla del bus me pareció ver a lo lejos, debajo de un puente, un indigente. Se inició entonces, en mi cerebro, el desfile de imágenes del tío Lucas con las vestiduras de la desgracia.
En estos cuatro años no he dejado de mirar detalladamente cada indigente que se cruza en mi camino. Los ayudo fervorosamente, abrigando la esperanza de encontrarme por cosas de la suerte con el tío Lucas. La justicia algún día debe llegar para él. Aunque, sé, no podrá devolverle los diecinueve años, tres meses, dos días, y doce horas, que le arrebató encerrándolo en aquel infierno; mucho menos los cuatro años que se le suman de indigencia, y la vida deplorable en la cual fue sumergido. “Dejo a usted, señor fiscal, mi testimonio”, dije al funcionario que me atendió. Grabada quedó en mi memoria la línea final de aquella carta que introduje ante la Oficina de Derechos Humanos, y que recordaré hasta el último minuto de mi lucidez: “Es justicia que pido para Lucas Antonio Rosendo López, a los veinticuatro días del mes de diciembre de dos mil dieciséis”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario