Ventana Educativa y Cultural RRG

domingo, 18 de julio de 2021

DIARIO DE UN MIGRANTE

 

Autor: Mairo Rangel

No sé cuántas veces miré a través de la ventana, a la calle de mi infancia esa noche antes de mi partida. Entonces había apagado la luz de mi cuarto para evitar me sorprendieran con los ojos abrumados por las lágrimas. Como la oscuridad no es la mejor aliada para esconder el llanto traté, en lo que pude, enfrentar mi cara al viejo ventilador y secar mis mejillas.

Cada vistazo a cualquier parte del cuarto desencadenaba un montón de recuerdos, y cuando fijaba la mirada sobre las maletas, volvía a repasar, con lista en mano, todo cuanto había empacado: operación que repetí unas diez veces, o siempre que regresé a la cama intentando conciliar el sueño. El viento afuera parecía herir con su paso a los árboles, que gritaban, dejando escapar de sus hojas estremecidas un sonido que parecía más de tristeza que de dolor.

Regresé a la ventana, y detrás del cristal, un cuadrito de cielo se despejaba a pedazos, ofreciendo a la luna un camino de estrellas que terminaban en el albor de la madrugada. Sin poder evitarlo, la bendita noche se instaló en mis ojos y el insomnio y la nostalgia conspiraron para no dejarme dormir. Sabía de sobra lo que significaba aquel viaje indefectible para mí, sobre todo, por la ausencia, en adelante, de una serie de actos ceremoniosos y domésticos, cuyas magnificencias convertían la vida sencilla que llevaba en la de un ser inmensamente feliz, apenas, con lo poco que tenía.

Entonces, dejaría de tener en cada mañana la cocina bulliciosa, los trastos ruidosos en el fregadero luego de la hora del café, la delicada voz de mi madre farfullando de cólera por mi dejadez en la cama, la estentórea tos mañanera de la abuela con escupitajos ensordecedores, y el ronroneo del gato buscando su comida debajo de la mesita del ventilador. Era un hecho irrefutable que mi vida debía prepararse para lo desconocido, para trabajar con dureza, levantarme muy temprano, y dejar atrás el sol de las diez debajo de unas sabanas sudadas.

Aunque en mi mente tenía la convicción de la decisión tomada, mi corazón se oponía, rotundamente, a decir adiós. Así pasaron contantes nubes tras nubes y, yo, frente a la ventana, mirando la nada estrellada, deseando que el tiempo se congelara. Pero ¿Cómo detener la rotación de la tierra? Así pues, la luz con el poder del amanecer, barrió las sombras de esa noche y en cada rincón comenzó a florecer la claridad.

Tras horas de insomnio un corazón estropeado por la tristeza se disp0nía a enfrentar solemnemente aquel nuevo e inolvidable día:

-       “Quizás sea ésta la última vez que veas cómo nace el verdor de las montañas aquí en tu tierra, hijo” - dijo mi madre, serenamente, a mis espaldas. – “No querrás perderte nada ésta mañana ¿Verdad?” – terminó de decir, mi madre, encendiendo la luz, y mirándome con unos ojos, por los cuales, parecía desbordarse el mismo mar.

Mientras sus ojos a media asta recogían, entre suspiros, cada maleta, cada detalle de la ropa que cargaba puesta, y sus dedos confirmaban la firmeza del cuello y los botones de mi camisa, abría mis brazos para echarme en su pecho y llorar como un niño.

Las líneas ya definidas del macizo legendario, al Sur, anunciaban la llegada del día. Mientras mirábamos juntos las casas de enfrente, recosté mi cabeza a la de mi madre,  y dejamos que el silencio por un instante consumiera nuestras narices mojadas. Me enlazó con su brazo, y con su mano despeinó mi cabello tiernamente. Más allá de los cristales, el humo de los fogones de aquellas casas cuyas formas adobadas aún conservo intactas en mi memoria, se alzaba como rizos por el aire hasta confundirse con las nubes. Hasta las trémulas cuerdas del alumbrado sostenían tiñas que formaban un compás de melodías quizás de despedida.

Sí. Fue una noche de pensamientos largos. Como si mi alma se estuviera despidiendo, sentí mis pasos silenciosos recorrer cada habitación, e imaginé la cara de insomnio y melancolía de mi afligida madre. La garganta me dolía a reventar de tanto contener el llanto porque, en cuestión de minutos, estaría mirando a través de la ventanilla del bus, en un celaje interminable, los alegres colores de mi pueblo. Me traje, sin duda, de aquel fértil y apartado valle, una maleta llena de recuerdos, y en el pecho, un rio de lágrimas a punto de desbordarse.

“Adiós, Chivacoa” – dije, al cruzar hacia la autopista. Tal vez fueron aquellas las últimas palabras que dedicaría a mi pueblo. Entonces, saqué la cabeza por la ventanilla del bus y grité como un desaforado varias veces: “¡Mamá, te quiero!” “¡Te amo, mamá!”. Me incorporé en la butaca, me recosté con la respiración trancada por las lágrimas atoradas en mis narices, y lloré largamente hasta quedarme dormido con la imagen de mi hermosa madre bendiciéndome en mi mente; aún, cumpliéndose hoy tres años de aquel día, el sopor de nostalgia y melancolía, arrebatan la paz de mis sentimientos y una vez más apago la luz para llorar como un niño. “Te amo, madre, qué falta me haces”.

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