Autor: Mairo Rangel
“Vine porque quiero me ayude a
encontrar a Miguel”. La súplica casi estalla en la cara de la santera aquel día
de la canícula infernal. En la puerta, Petra, con cara de angustia, intenta un
recurso que va en contra de su voluntad
y de su creencia. Jamás pensó llegar hasta la casa de los altares. La santera
también lo sabía.
-
¿Y, por qué me buscas a mí? – preguntó, mientras
se lleva un tabaco sin encender a la boca.
-
¡Ayúdame, te lo suplico! A miguel parece que se
lo hubiese tragado la tierra – rogó, Petra, sacando unos billetes doblados y
descoloridos de una bolsa de papel.
-
¿Ayudar a un ateo? – recriminó la santera, y dando
lumbre a su tabaco – A estas alturas el que puede ayudar a Miguel, mijita, es
el mismísimo Dios – decía esto mientras veía como se intensificaba el fuego en
la punta del tabaco.
-
Discúlpeme. No sé por qué carajo vine hasta aquí.
Que Dios me perdone – respondió, Petra.
El portazo, a sus espaldas,
arrastró olores de sahumerios y velones derretidos. Petra, luego de dibujar con
su mano una gran cruz en el aire, se perdió por la calle soleada, perturbada y
desesperada.
Después de las diez de la mañana un
grito de dolor procedió al disparo. La detonación se escuchó nítida en el fondo
de la hondonada y las aves sacudieron las ramas al salir huyendo despavoridas.
Miguel levantó la cabeza hacia la cima buscando ayuda. “¡Vicente, me maté!”, dijo, con voz quebradiza luego de tocar la
herida en el lado izquierdo de su cabeza y mirar su mano ensangrentada. En su
cerebro estallaron las alarmas del miedo, y ante sus ojos su vida pasó en un
instante.
La noche anterior la felicidad
era el único plato exquisito que había en la casa. Para Miguel y su mujer,
Petra, ese platillo era suficiente para recibir a su primogénita. Era
medianoche y la luna dibujaba su claror en el patio. Entre la quietud de los
árboles ululaban las aves nocturnas y el ronroneo de los gatos cabalgaba los
techos del vecindario. Entonces, la cortina de la habitación se abrió
esparciendo una luz mortecina que llegaba hasta la pequeña sala de la cocina. Una
nueva vida se abría paso en aquel alumbramiento.
De pronto, una mujer de tez
morena y pañoleta blanca en la cabeza, apareció estrujando como una lavandera
un trapo salpicado de sangre. Mostraba un cuello sudoroso y su pecho se inflaba
y desinflaba como si viniera de una gran batalla. Luego de frotarse sus manos,
la espigada mujer, se desplomó en la silla, cogió una bocanada de aire, y lo
exhaló con fuerza: “Vas a tener que salir
a buscar una botella de aguardiente pa’ que celebremos” – dijo, mientras se
abanicaba con la mano y sus dedos recogían el sudor de la frente.
Luego de un breve silencio,
aquella mujer de camisón desvaído, cerró sus ojos como pensando en algo,
ausentándose en un sueño momentáneo. Al abrirlos, Miguel, estaba enfrente de
ella, completamente paralizado. “Es
hembrita, Miguel… ¿Qué esperas? Ve a verla”, terminó diciendo, a la vez que
sacaba un tabaco de una cartera de tela floreada que tenía amarrada a la
cintura. Se incorporó, caminó unos pasos hacia la puerta que conducía al patio
y encendió el tabaco. Llenó su boca de humo y lo expulsó por el aire, miró
fijamente la punta fosforescente del tabaco y, como si estuviera hablándole,
dijo con una voz de clarividente: “¿Compadre,
usted como que va para el monte?... ¡Qué vainas!”.
El día comenzó a clarear. Petra,
con semblante abatido, y con Ana entre sus brazos, caminó como un preso con
grillos en los pies, hasta la única ventana de la habitación. Su mente quedó
flotando como un bote sin remos en aguas mansas, y sus pensamientos emprendieron
a nado limpio la búsqueda de la orilla. A
través de la tela metálica de la ventana, Petra, detalló a Miguel mientras éste
limpiaba su escopeta. Entonces, un silbido aflautado chocó contra las paredes
frontales de la casa. “Debe ser Vicente”, pensó, Petra.
No habían dado las seis
campanadas de la iglesia, cuando el par de amigos se hacían de la oscura
madrugada, con sus morrales, sus machetes, y la escopeta. Los ladridos de los
perros parecía un festín de comparsa de los nobles cazadores. Cachito y Onza,
corriendo de un lado al otro, como amigos fieles, iban detrás de Miguel y
Vicente. Sus ¡jau! ¡Jau! rebotaban en las paredes de las casas del camino, perdiéndose
en la espesura a pasos ligeros.
A una hora de camino se encuentra
el rio Yaracuy. Ya en su ribera los cazadores le dan un vistazo y miden su
caudal. Aguas abajo, recorren algunos cien metros, buscando el cauce más
angosto para pasar del otro lado. Encontraron así, un estrecho en donde se veía
el fondo pedregoso del agua. El murmullo y el chapoteo continuo de las piedras
rodantes complacían la quietud del alma; las garzas, como unas cometas,
acuatizaban en picada sobre el torrente, metían la cabeza y salían triunfantes
con la presa en el pico. El sol, que les daba de frente, comenzaba a calentar
el día; el camino zigzagueaba, y en algunos recodos se perdía detrás de las
verdes mesetas, apareciendo más adelante rodeado de cañamelares.
Fueron aproximándose a la montaña
que se alzaba como un gigante inclinado vestido de vegetación. Detrás de ella
otras montañas se elevaban, formando un macizo prolongado y sinuoso que tocaba
a lo lejos el cielo de occidente. La primera pared montañosa era erguida hacia
la puesta del sol, sus frondas entrelazadas formaban una cúpula vegetal y,
debajo, los tallos de los arboles, alineados, terminaban por construir una
especie de túnel natural. Cachito y Onza, animosos, penetraron entre los
arbustos con su continuo “¡Jau!”, “¡Jau!”. Miguel y Vicente, decididos a no
perder ni un minuto de aquella montería, aligeran la marcha, caminando en paralelo
a los ladridos.
Los perros se hacían más voraces
montaña arriba. El “¡Cuje caraj!”, de
Vicente, se repetía una y otra vez. Al otro lado de la “guarda-raya”, Miguel
voceaba “¡No lo suelten”!, tumbando
el monte con la cacha de la escopeta. Segundos más tarde los ladridos se
escuchaban ahogados y lejanos, como si a los perros se los tragara la montaña.
Vicente, haciendo uso de sus habilidades para la cacería advierte a Miguel: “Sube,
tú, y te traes los perros. Yo agüaito aquí por si baja algún animal”.
Parado frente de la espesa
montaña, Miguel, desenvaina el machete y resuelve la subida con la escopeta
colgada por los hombros. En los caños intrincados alternó el machete con el
arma negra, para blandear y aplastar los matorrales espinosos que le salían al
paso. Luego de un agitado trote, al fin una loma un poco despoblada de
matorrales. A sus pies, Miguel, enfrentaba una bajada escabrosa y enmontada. La
loma descendía por una empinada pared, cubierta hasta el fondo por pringamozas,
bejucos, y un cerrado pajonal. En la hondura el murmullo del río se asomaba en
pedacitos de vidrios a través de las ramas. Los “¡Jau!”, “¡Jau!”, de los perros
regresaron, pero del otro lado río. Miguel se detuvo a pensar, intentando
descifrar la forma de encontrarse con los canes. En su imaginación los maitines
asediaban una presa, quizás sea un pesado y carnoso venado, pensó. Entonces, los
ladridos voraces y repetidos lo sugestionaban aún más. Por lo que, impaciente
y, temiendo la escapada de la presa, toma la decisión de evitarse el rodeo de
la montaña y salta como un paracaidista hacia la hondonada.
Mientras tanto, Petra, en medio
de su entuerto, percibía el inconfundible olor a vela derretida. Además, sentía algo extraño y perturbador en el aire que
no podía interpretar. La madrugada se despidió con su lienzo oscuro. Y, allí
estaba, sentada en su cama, vigilando el sueño apacible de Ana. Incorporándose
con lentitud, se dio cuenta que el día había dado sus primeros pasos, y que,
las flechas del viejo reloj, apuntaban la diez en punto. “Éste domingo es para Dios, y no para matar animales, Miguel”,
pensó, Petra, desencorvando el cuerpo adolorido.
No había transcurrido media hora
cuando una detonación atravesó el aire de la montaña. Vicente se alista y sale
a toda prisa en dirección del sonido del arma; estaba convencido era la de
Miguel. Con pasos al trote Vicente recordaba lo buen tirador que era e imaginó
un venado en los hombros de su amigo. Vicente subía y bajaba los caños con
rapidez y sorteaba el monte como un corredor de obstáculos. Con su vista
recorrió las puntas de las ramas que aún se mecían por el estruendo. Las aves
volanteando le indicaban el punto aproximado de la detonación.
Mientras tanto, un ruido
ensordecedor desubica a Miguel por segundos. Todo da vueltas a su alrededor.
Deja caer su cuerpo sobre el matorral. Hace esfuerzos para abrir los ojos, pero
estos quedan a media asta. Un zumbido penetrante y doloroso le invade el cerebro.
Lleva su mano al oído izquierdo, luego, la observa, y está ensangrentada.
Entonces, comienza a latir el corazón del pánico. Oye voces y ladridos, o los
creía oír; pero, Miguel no pudo distinguir nada de lo que escuchaba. “Quizá sean los perros”, “O, es Vicente”, dedujo.
Vicente o no, daba lo mismo, porque estaba al borde de la muerte. El tamborileo
del corazón reventaba su pecho. El aire de su pulmón se esforzaba en salir. Enfrente
de sus ojos medio abiertos, las nubes abrían el azul mañanero del cielo. La
incredulidad mordía la razón y el “¡No
puede ser!”, entonces, comenzó a retumbar una y otra vez dentro de su
cabeza.
Ya en la cima del caño, Vicente,
fatigado, miró hacia el fondo y avistó el torso de un hombre abatido que se
movía como en cámara lenta. No podía creer lo que veía; se aferró a la
esperanza, como un penitente a su camándula, de que no fuera lo que pensó. En un desesperado instinto de salvación se
lanzó a zancadas caño abajo. Sintió los latigazos de las ramas en la cara
mientras bajaba, pero no le dio importancia. Oyó la voz débil y ahogada de
Miguel: “Me di un tiro”. “¡¿Eres tú, Miguel?!”, “¡¿Eres tú?!”, se repitió con
voz de alarma, Vicente, mientras los perros ladraban creando un eco incesante.
Miguel se debilitaba a cada
segundo. En un intento por levantarse provocó un dolor agudo que subía por su
garganta y se introducía en sus oídos dejándolo momentáneamente sordo. Dejó
caer su cabeza, la sacudió de lado a lado. Luego, un escalofrío intenso penetró
sus poros; sus ojos quedaron perplejos al ver los pocitos de sangre que se
reunían en el suelo. Entonces, las aves se sacudían en el aire como liberándose
del miedo y sus goznes producían un escándalo alarmante sobre él. Con la mirada
nublada escrutó su alrededor, vio las garzas atravesar el cielo con estruendo,
y los recuerdos comenzaron a revolotear en su memoria.
Un ser humano puede tener la vida
en sus manos, puede acabar con ella con sus propias manos, pero la valentía
para ejecutar su eliminación de la faz de la tierra, no está en tales
extremidades, sino, en su mente. Dios regala la vida con un soplo, y en un
soplo nos la quita. En medio de la desesperación, Vicente, se imaginó lo peor.
“Es un accidente”, se dijo, “¡Ya voy, Miguel!”, gritando, con el corazón
abatido. El matorral espeso convertía aquellas decenas de metros de distancia
en kilómetros. De pronto, creyó ver la mano de Miguel moviéndose intentado producir
señales como un “Marshaller” en un aeropuerto. “¿Qué pasó, Miguel?”, “¡Ya
voy!”, jadeante, Vicente, siguió cuesta abajo.
Miguel creyó abrir los ojos,
pero, estaban cerrados, como intentando atrapar el dolor dentro de sí. Voces de
mujeres comenzaron a tronar en su cabeza, y se hacían más fuertes en la medida
que se acercaban con sus vestidos luminosos en medio de la nada. Sintió que a
su cuerpo lo suspendían por los brazos. No era Vicente. Creyó ver a su abuela
Victoria la del rostro ajado y ojos azul océano; creyó hablarle, aunque él no
podía articular ninguna palabra. Llegó el delirio entre el sudor y el frío.
Unas manos arrugadas acariciaron su mejilla ensangrentada. Luego, esas mismas
manos eran como un pañuelo pulcro limpiando la sangre. ¿Es usted, mama, Victoria?, preguntó, Miguel, con voz insonora. La
anciana le sonrió abriendo de par en par sus ojos azules. Alzó su mano
intentando tocarla pero abanicó en el aire. Casi rendido apoyó su cabeza en el regazo
de la anciana y la miró con vaguedad. Desde el lugar en donde nacía aquella luz
intensamente blanca se reflejaban figuras con unas alas enormes. Las nubes
blanquecinas cerraron el cielo y aquellos ojos azules seguían mirando
acompañados de una dulce sonrisa.
Miguel abre sus brazos como si
fuera a abrazar la tierra entera, abarcando a Petra y a Ana. Un beso en los
labios de Petra, uno en la frente de Ana, y un te quiero lleno de orgullo. Coge
el morral, lo llena con su vianda de agua, las arepas apretujadas en una bolsa
de papel, el machete envainado, y las
cinco capsulas. Con un estirón a la banda de la escopeta, la coloca cañón hacia
arriba, y la cuelga en su espalda. Antes de salir de la casa, Petra, lo
detiene, lo mira a los ojos, alza a Ana y le dice: “Recuerda que Ana te
espera”. De repente, un viento helado levanta la cortina floreada de la puerta,
Petra, se sienta en la cama, la piel se le eriza, enseguida, busca a Ana con la
mirada, la toma en sus brazos y comienza a rezar.
Las nubes se abrieron
descubriendo un cielo limpio y sereno. La luz fue absorbida por el sol y, las
figuras envueltas en la fosforescencia, diciendo adiós, desaparecieron. “¡Voy a morir!”, pensó, Miguel. Como
una imagen borrosa divisó a Vicente haciéndose paso en la intrincada maleza
para llegar hasta donde se encontraba. Varios hilos de sangre corrían con
rapidez por el brazo izquierdo, creando un goteo profuso; a su lado, atrapada
entre bejucos, la escopeta calibre 16, y en sus tímpanos una voz lejana que
gritaba “¡Miguel! ¡Miguel! ¡¿Qué te pasó?!
¡¿Qué te pasó?!”. Pudo entreabrir los ojos cuando una mano se metió por su
costado a la vez que susurraba: “¡Te tengo, Miguel!”, “¡Te tengo, amigo!”.
El frio de la madrugada dejó
empapada las hojas de los arboles del patio, y las ramas frondosas colaban
retazos de luminosidad. Las hornillas de las cocinas de las casas vecinas,
lanzaban rizos de humo por las hendiduras de los techos. Petra amasaba una arepa
con el oído puesto en la habitación. El llanto de la recién nacida, suave, y de
repente, estridente, como el de una gata en pelea, retumbaba por toda la casa.
Un hombre no parece estar preparado para el alumbramiento de su mujer, los
nervios y la angustia perecen un torniquete para su corazón. No así la mujer, Dios
le concedió el don de procrear, criar, y amamantar. Por eso Petra, como si
tuviera cuatro manos, preparaba su almuerzo y por otro lado, calentaba la
bebida láctea de Ana. El sol ya se acercaba a su punto más perpendicular cuando
un barullo se agolpó en la reja que conduce a la calle. Un mal presentimiento le
vino a la cabeza. Petra, sin colores en
el rostro y el corazón a punto de estallarle en el pecho, se aproximó al
tumulto. Con piernas temblorosas se
dirigió a la reja. Enfrente de ella un hombre era cargado en brazos, con la
cara ensangrentada. Oyó las voces confusas, casi a gritos, que decían: “¡Es
Miguel”!, “¡Es Miguel”!
“¡Quería decirte un millón de
cosas, Miguel, y adiós no era una de ellas!”, pensó, Petra, mientras, con la cara
estrujada de tanto llorar, lo observaba con ojos maternales. Una venda da
vuelta alrededor de la cabeza del hombre convaleciente; un frasco de medicina
cuelga y se diluye en su cuerpo. Un leve movimiento de los dedos de su mano
derecha, pone en sobresalto a Petra. Quiere llamar al médico pero, se detiene. Aquel
hombre abre sus ojos; su iris se observa lejano. Intenta averiguar, mirando a
su alrededor, dónde se encuentra. Luego del rastreo precisa a Petra, erguida,
como un atalaya infranqueable. Ambos se hablan entre sí con una exangüe sonrisa.
“¿Qué me pasó?”, pregunta, el sujeto de la cama. Petra respondía acariciándole
la frente, a la vez que apretaba contra su pecho lo que tenía entre sus brazos.
El hombre sonrió, y le dijo: “He visitado el cielo”.
De pronto, se abre la puerta de
la habitación y aparecen dos hombres vestidos de blanco. Rodean a Petra, la
sujetan por los brazos y la conducen afuera. Un hombre de tez morena conversa
con una mujer sentada detrás de un escritorio. “¿Cuál es su nombre?, preguntó,
ella. Vicente, respondió, él. “Las normas son las normas, señor. Venga
cualquier domingo del mes y con gusto lo atenderemos”. Vicente a pasos lentos
salió a la calle. Ya sentado, en el banco de la parada de buces, podía leerse a
sus espaldas: “Sanatorio Mental San Marcos de León”.