Ventana Educativa y Cultural RRG

miércoles, 21 de julio de 2021

SIMÓN BOLÍVAR Y FERNANDA BOLAÑOS

 AUTOR: MAIRO RANGEL

 
La canción de sus antepasados africanos se repetía de generación en generación: “Dame un chinininmamuncia, que eta agua va a chumbla, dejá la mentidera, mamuncia, dame agua patomá”. Cada vez que veo estos trastos viejos me acuerdo de usted, S.E. –decía –  Es que la patroncita tenía razón, S.E. Usted es bien retemalcriado para tomá su medicina, mire adonde lo ha llevado todo, esa tos de perro bravo que no se le quita, y ese mal humor que le desfigura la cara. Ahora le cuesta reír tan siquiera un poquitico así – juntando los dedos en el aire.

Allá está pensativo otra vez. Y no deja de pensar, quién sabe en qué cosa. Yo que le preparo sus lentejitas, le bato bien la mazamorra, para que no le queden grumos pues, y le hago su torta melosa. ¡Ah, su torta melosa! Como le encanta llenarse el hocico con ese pedazo de pan con sabor a melao. La patroncita me contaba cómo se comía esa torta luego de las batallas diezmadas, dizque, con su solapa descompuesta, el rostro curtido de sol y tierra, y la boca más reseca que el desierto ecuatoriano.

Que negra Matea ni que ocho cuartos – soltando una carcajada – ella, asegún, le cocinó los mejores bocados a S.E. Habladurías de la gente. Pues, yo digo que con Fernanda Bolaños no hay fogón con cazuela más sabrosa. Deje la mentidera, Matea, deje la mentidera, porque usted está vivita y coleando por Maracay, y se puede encontrá con esta mulata que sabe defender lo que por herencia le han dado: cuidar a su mismisimo S.E. Y no le voy a torcer su voluntad, patroncita, porque Fernanda Bolaños le cumplirá, como siempre ha sido. ¿Sabe, mi ama? Entoavía guardo el pañuelo que me regaló cuando se fue a Paita. ¡Mi patroncita, Manuela!, cuantas confidencias. El amor entre usted y yo, patroncita, fue tan profundo, que no sabíamos donde terminaba su autoridad y donde empezaba mi sumisión. Nunca se separó de mí. Juntas como dos recién casados. Usted, toda una caballera, una oficiala patriota, toda una libertadora. Hasta el Sol del Perú honró su pecho. Una amante fiel, postrada a las querencias despejadas de maldad y traición.

“Los perros ladraron, patroncita”. Sí, lo recuerdo claramente aquel septiembre, cuando me dijo con rabia delirante que, gracias a los perros que ladraron en la medianoche, se dio cuenta que querían matar a S.E. Y con aquella voz de rayos y truenos me dijo “Ni Pedro Carujo en Bogotá, ni nadie, osará acabar con la vida del gran hombre de América”. Salvándolo una vez más. Cuanto la extraño, patroncita. Extraño los baúles cargados de trajes ¡Sus trajes! Extraño su risa agraciada cuando se limpiaba el rostro luego de bailar en los majestuosos salones ecuatorianos. Debe ser feo una negra llorando, patroncita. Si lloro es porque los negros también tenemos derecho a eso, patroncita. No me vaya a regañar, yo también soy un ser humano.

Claro, más ser humano que usted no hay, mi ama Manuela. Que más entrega que la de servir a la patria grande al lado del hombre que rompió las cadenas que nos colgaron los oligarcas y españoles. Llegarás a vieja al lado de tus animales tan queridos. Porque la bondad suele pagar con esa moneda, mi ama: vivir largamente. Y estoy segura que usted también estaría adolorida al ver a S.E. en este estado: flaco, con el rostro demacrado, mal humorado, sin brillo en los ojos, con una voz hueca. Cuando hace unos años su voz era viva, su mirada penetrante, y su espíritu enérgico. Ahora está muy pensativo, y algunas veces dice unas cosas que ni entiendo. Yo me apuro, quizás de susto, y le preparo un guarapito. Salgo corriendo y le corto unos mangos maduritos. Pero la bravura en el rostro no se le quita, y la boca se le pone más oscura mientras más bravo está. Como deseo esté usted aquí, mi ama, para que le sobe su pelo crespo y canoso, así como a lo niño chiquito. Escúchele la tos, no le deja paz. Entonces ésta es la batalla eterna de S.E. Esta enfermedad que de seguro lo llevará a la tumba.

Afuera están los generalotes esos. ¡Hipócritas, malencarados! Viera usted como tienen a S.E. parece un pobre diablo, casi esnúo. Mientras S.E. delira en fiebres, ellos juegan a las cartas y lanzan dados apostando a lo mejor contra la hora de su muerte.

Pero Fernanda Bolaños no se apartará en ninguna hora de S.E. Ahora sí entiendo a Matea, a Hipólita, y a quienes caracolearon caballos en su niñez con S.E. Se que sus horas son postreras, pero me siento la mulata más dichosa que negra africana haya parío. Porque estoy aquí, cerca del regazo del gran hombre, alimentándolo, curándolo, y atendiendo con solicitud incansable sus requerimientos. No lo está matando la tisis. No. Le está segando la vida las traiciones nefastas de los que, con envidia y mezquindad, ultrajaron la patria bajo el pretexto de una libertad verdadera.

¡Negras, mulatas, escuchen todas, soy Fernanda Bolaños, la última mujer que le demostró amor y lealtad al Libertador! La última que lo amó y complació su corazón.

“Dame un chinininmamuncia, que eta agua va a chumbla, dejá la mentidera, mamuncia, dame agua patomá”. Y la canción se repite de generación en generación.

FIN

domingo, 18 de julio de 2021

EN EL UMBRAL DE LA MUERTE Y LA LOCURA

 

Autor: Mairo Rangel

“Vine porque quiero me ayude a encontrar a Miguel”. La súplica casi estalla en la cara de la santera aquel día de la canícula infernal. En la puerta, Petra, con cara de angustia, intenta un recurso que va en contra de su  voluntad y de su creencia. Jamás pensó llegar hasta la casa de los altares. La santera también lo sabía.

-          ¿Y, por qué me buscas a mí? – preguntó, mientras se lleva un tabaco sin encender a la boca.

-          ¡Ayúdame, te lo suplico! A miguel parece que se lo hubiese tragado la tierra – rogó, Petra, sacando unos billetes doblados y descoloridos de una bolsa de papel.

-          ¿Ayudar a un ateo? – recriminó la santera, y dando lumbre a su tabaco – A estas alturas el que puede ayudar a Miguel, mijita, es el mismísimo Dios – decía esto mientras veía como se intensificaba el fuego en la punta del tabaco.

-          Discúlpeme. No sé por qué carajo vine hasta aquí. Que Dios me perdone – respondió, Petra.

El portazo, a sus espaldas, arrastró olores de sahumerios y velones derretidos. Petra, luego de dibujar con su mano una gran cruz en el aire, se perdió por la calle soleada, perturbada y desesperada.

Después de las diez de la mañana un grito de dolor procedió al disparo. La detonación se escuchó nítida en el fondo de la hondonada y las aves sacudieron las ramas al salir huyendo despavoridas. Miguel levantó la cabeza hacia la cima buscando ayuda. “¡Vicente, me maté!”, dijo, con voz quebradiza luego de tocar la herida en el lado izquierdo de su cabeza y mirar su mano ensangrentada. En su cerebro estallaron las alarmas del miedo, y ante sus ojos su vida pasó en un instante.

La noche anterior la felicidad era el único plato exquisito que había en la casa. Para Miguel y su mujer, Petra, ese platillo era suficiente para recibir a su primogénita. Era medianoche y la luna dibujaba su claror en el patio. Entre la quietud de los árboles ululaban las aves nocturnas y el ronroneo de los gatos cabalgaba los techos del vecindario. Entonces, la cortina de la habitación se abrió esparciendo una luz mortecina que llegaba hasta la pequeña sala de la cocina. Una nueva vida se abría paso en aquel alumbramiento.

De pronto, una mujer de tez morena y pañoleta blanca en la cabeza, apareció estrujando como una lavandera un trapo salpicado de sangre. Mostraba un cuello sudoroso y su pecho se inflaba y desinflaba como si viniera de una gran batalla. Luego de frotarse sus manos, la espigada mujer, se desplomó en la silla, cogió una bocanada de aire, y lo exhaló con fuerza: “Vas a tener que salir a buscar una botella de aguardiente pa’ que celebremos” – dijo, mientras se abanicaba con la mano y sus dedos recogían el sudor de la frente.

Luego de un breve silencio, aquella mujer de camisón desvaído, cerró sus ojos como pensando en algo, ausentándose en un sueño momentáneo. Al abrirlos, Miguel, estaba enfrente de ella, completamente paralizado. “Es hembrita, Miguel… ¿Qué esperas? Ve a verla”, terminó diciendo, a la vez que sacaba un tabaco de una cartera de tela floreada que tenía amarrada a la cintura. Se incorporó, caminó unos pasos hacia la puerta que conducía al patio y encendió el tabaco. Llenó su boca de humo y lo expulsó por el aire, miró fijamente la punta fosforescente del tabaco y, como si estuviera hablándole, dijo con una voz de clarividente: “¿Compadre, usted como que va para el monte?... ¡Qué vainas!”.

El día comenzó a clarear. Petra, con semblante abatido, y con Ana entre sus brazos, caminó como un preso con grillos en los pies, hasta la única ventana de la habitación. Su mente quedó flotando como un bote sin remos en aguas mansas, y sus pensamientos emprendieron a nado limpio la búsqueda de la orilla. A través de la tela metálica de la ventana, Petra, detalló a Miguel mientras éste limpiaba su escopeta. Entonces, un silbido aflautado chocó contra las paredes frontales de la casa. “Debe ser Vicente”, pensó, Petra.

No habían dado las seis campanadas de la iglesia, cuando el par de amigos se hacían de la oscura madrugada, con sus morrales, sus machetes, y la escopeta. Los ladridos de los perros parecía un festín de comparsa de los nobles cazadores. Cachito y Onza, corriendo de un lado al otro, como amigos fieles, iban detrás de Miguel y Vicente. Sus ¡jau! ¡Jau! rebotaban en las paredes de las casas del camino, perdiéndose en la espesura a pasos ligeros.

A una hora de camino se encuentra el rio Yaracuy. Ya en su ribera los cazadores le dan un vistazo y miden su caudal. Aguas abajo, recorren algunos cien metros, buscando el cauce más angosto para pasar del otro lado. Encontraron así, un estrecho en donde se veía el fondo pedregoso del agua. El murmullo y el chapoteo continuo de las piedras rodantes complacían la quietud del alma; las garzas, como unas cometas, acuatizaban en picada sobre el torrente, metían la cabeza y salían triunfantes con la presa en el pico. El sol, que les daba de frente, comenzaba a calentar el día; el camino zigzagueaba, y en algunos recodos se perdía detrás de las verdes mesetas, apareciendo más adelante rodeado de cañamelares.

Fueron aproximándose a la montaña que se alzaba como un gigante inclinado vestido de vegetación. Detrás de ella otras montañas se elevaban, formando un macizo prolongado y sinuoso que tocaba a lo lejos el cielo de occidente. La primera pared montañosa era erguida hacia la puesta del sol, sus frondas entrelazadas formaban una cúpula vegetal y, debajo, los tallos de los arboles, alineados, terminaban por construir una especie de túnel natural. Cachito y Onza, animosos, penetraron entre los arbustos con su continuo “¡Jau!”, “¡Jau!”. Miguel y Vicente, decididos a no perder ni un minuto de aquella montería, aligeran la marcha, caminando en paralelo a los ladridos.

Los perros se hacían más voraces montaña arriba. El “¡Cuje caraj!”, de Vicente, se repetía una y otra vez. Al otro lado de la “guarda-raya”, Miguel voceaba “¡No lo suelten”!, tumbando el monte con la cacha de la escopeta. Segundos más tarde los ladridos se escuchaban ahogados y lejanos, como si a los perros se los tragara la montaña. Vicente, haciendo uso de sus habilidades para la cacería advierte a Miguel: “Sube, tú, y te traes los perros. Yo agüaito aquí por si baja algún animal”.

Parado frente de la espesa montaña, Miguel, desenvaina el machete y resuelve la subida con la escopeta colgada por los hombros. En los caños intrincados alternó el machete con el arma negra, para blandear y aplastar los matorrales espinosos que le salían al paso. Luego de un agitado trote, al fin una loma un poco despoblada de matorrales. A sus pies, Miguel, enfrentaba una bajada escabrosa y enmontada. La loma descendía por una empinada pared, cubierta hasta el fondo por pringamozas, bejucos, y un cerrado pajonal. En la hondura el murmullo del río se asomaba en pedacitos de vidrios a través de las ramas. Los “¡Jau!”, “¡Jau!”, de los perros regresaron, pero del otro lado río. Miguel se detuvo a pensar, intentando descifrar la forma de encontrarse con los canes. En su imaginación los maitines asediaban una presa, quizás sea un pesado y carnoso venado, pensó. Entonces, los ladridos voraces y repetidos lo sugestionaban aún más. Por lo que, impaciente y, temiendo la escapada de la presa, toma la decisión de evitarse el rodeo de la montaña y salta como un paracaidista hacia la hondonada.

Mientras tanto, Petra, en medio de su entuerto, percibía el inconfundible olor a vela derretida. Además,  sentía algo extraño y perturbador en el aire que no podía interpretar. La madrugada se despidió con su lienzo oscuro. Y, allí estaba, sentada en su cama, vigilando el sueño apacible de Ana. Incorporándose con lentitud, se dio cuenta que el día había dado sus primeros pasos, y que, las flechas del viejo reloj, apuntaban la diez en punto. “Éste domingo es para Dios, y no para matar animales, Miguel”, pensó, Petra, desencorvando el cuerpo adolorido.

No había transcurrido media hora cuando una detonación atravesó el aire de la montaña. Vicente se alista y sale a toda prisa en dirección del sonido del arma; estaba convencido era la de Miguel. Con pasos al trote Vicente recordaba lo buen tirador que era e imaginó un venado en los hombros de su amigo. Vicente subía y bajaba los caños con rapidez y sorteaba el monte como un corredor de obstáculos. Con su vista recorrió las puntas de las ramas que aún se mecían por el estruendo. Las aves volanteando le indicaban el punto aproximado de la detonación.

Mientras tanto, un ruido ensordecedor desubica a Miguel por segundos. Todo da vueltas a su alrededor. Deja caer su cuerpo sobre el matorral. Hace esfuerzos para abrir los ojos, pero estos quedan a media asta. Un zumbido penetrante y doloroso le invade el cerebro. Lleva su mano al oído izquierdo, luego, la observa, y está ensangrentada. Entonces, comienza a latir el corazón del pánico. Oye voces y ladridos, o los creía oír; pero, Miguel no pudo distinguir nada de lo que escuchaba. “Quizá sean los perros”, “O, es Vicente”, dedujo. Vicente o no, daba lo mismo, porque estaba al borde de la muerte. El tamborileo del corazón reventaba su pecho. El aire de su pulmón se esforzaba en salir. Enfrente de sus ojos medio abiertos, las nubes abrían el azul mañanero del cielo. La incredulidad mordía la razón y el “¡No puede ser!”, entonces, comenzó a retumbar una y otra vez dentro de su cabeza.

Ya en la cima del caño, Vicente, fatigado, miró hacia el fondo y avistó el torso de un hombre abatido que se movía como en cámara lenta. No podía creer lo que veía; se aferró a la esperanza, como un penitente a su camándula, de que no fuera lo que pensó.  En un desesperado instinto de salvación se lanzó a zancadas caño abajo. Sintió los latigazos de las ramas en la cara mientras bajaba, pero no le dio importancia. Oyó la voz débil y ahogada de Miguel: “Me di un tiro”. “¡¿Eres tú, Miguel?!”, “¡¿Eres tú?!”, se repitió con voz de alarma, Vicente, mientras los perros ladraban creando un eco incesante.

Miguel se debilitaba a cada segundo. En un intento por levantarse provocó un dolor agudo que subía por su garganta y se introducía en sus oídos dejándolo momentáneamente sordo. Dejó caer su cabeza, la sacudió de lado a lado. Luego, un escalofrío intenso penetró sus poros; sus ojos quedaron perplejos al ver los pocitos de sangre que se reunían en el suelo. Entonces, las aves se sacudían en el aire como liberándose del miedo y sus goznes producían un escándalo alarmante sobre él. Con la mirada nublada escrutó su alrededor, vio las garzas atravesar el cielo con estruendo, y los recuerdos comenzaron a revolotear en su memoria.

Un ser humano puede tener la vida en sus manos, puede acabar con ella con sus propias manos, pero la valentía para ejecutar su eliminación de la faz de la tierra, no está en tales extremidades, sino, en su mente. Dios regala la vida con un soplo, y en un soplo nos la quita. En medio de la desesperación, Vicente, se imaginó lo peor. “Es un accidente”, se dijo, “¡Ya voy, Miguel!”, gritando, con el corazón abatido. El matorral espeso convertía aquellas decenas de metros de distancia en kilómetros. De pronto, creyó ver la mano de Miguel moviéndose intentado producir señales como un “Marshaller” en un aeropuerto. “¿Qué pasó, Miguel?”, “¡Ya voy!”, jadeante, Vicente, siguió cuesta abajo.

Miguel creyó abrir los ojos, pero, estaban cerrados, como intentando atrapar el dolor dentro de sí. Voces de mujeres comenzaron a tronar en su cabeza, y se hacían más fuertes en la medida que se acercaban con sus vestidos luminosos en medio de la nada. Sintió que a su cuerpo lo suspendían por los brazos. No era Vicente. Creyó ver a su abuela Victoria la del rostro ajado y ojos azul océano; creyó hablarle, aunque él no podía articular ninguna palabra. Llegó el delirio entre el sudor y el frío. Unas manos arrugadas acariciaron su mejilla ensangrentada. Luego, esas mismas manos eran como un pañuelo pulcro limpiando la sangre. ¿Es usted, mama, Victoria?, preguntó, Miguel, con voz insonora. La anciana le sonrió abriendo de par en par sus ojos azules. Alzó su mano intentando tocarla pero abanicó en el aire. Casi rendido apoyó su cabeza en el regazo de la anciana y la miró con vaguedad. Desde el lugar en donde nacía aquella luz intensamente blanca se reflejaban figuras con unas alas enormes. Las nubes blanquecinas cerraron el cielo y aquellos ojos azules seguían mirando acompañados de una dulce sonrisa.

Miguel abre sus brazos como si fuera a abrazar la tierra entera, abarcando a Petra y a Ana. Un beso en los labios de Petra, uno en la frente de Ana, y un te quiero lleno de orgullo. Coge el morral, lo llena con su vianda de agua, las arepas apretujadas en una bolsa de papel, el machete envainado,  y las cinco capsulas. Con un estirón a la banda de la escopeta, la coloca cañón hacia arriba, y la cuelga en su espalda. Antes de salir de la casa, Petra, lo detiene, lo mira a los ojos, alza a Ana y le dice: “Recuerda que Ana te espera”. De repente, un viento helado levanta la cortina floreada de la puerta, Petra, se sienta en la cama, la piel se le eriza, enseguida, busca a Ana con la mirada, la toma en sus brazos y comienza a rezar.

Las nubes se abrieron descubriendo un cielo limpio y sereno. La luz fue absorbida por el sol y, las figuras envueltas en la fosforescencia, diciendo adiós, desaparecieron. “¡Voy a morir!”, pensó, Miguel. Como una imagen borrosa divisó a Vicente haciéndose paso en la intrincada maleza para llegar hasta donde se encontraba. Varios hilos de sangre corrían con rapidez por el brazo izquierdo, creando un goteo profuso; a su lado, atrapada entre bejucos, la escopeta calibre 16, y en sus tímpanos una voz lejana que gritaba “¡Miguel! ¡Miguel! ¡¿Qué te pasó?! ¡¿Qué te pasó?!”. Pudo entreabrir los ojos cuando una mano se metió por su costado a la vez que susurraba: “¡Te tengo, Miguel!”, “¡Te tengo, amigo!”.

El frio de la madrugada dejó empapada las hojas de los arboles del patio, y las ramas frondosas colaban retazos de luminosidad. Las hornillas de las cocinas de las casas vecinas, lanzaban rizos de humo por las hendiduras de los techos. Petra amasaba una arepa con el oído puesto en la habitación. El llanto de la recién nacida, suave, y de repente, estridente, como el de una gata en pelea, retumbaba por toda la casa. Un hombre no parece estar preparado para el alumbramiento de su mujer, los nervios y la angustia perecen un torniquete para su corazón. No así la mujer, Dios le concedió el don de procrear, criar, y amamantar. Por eso Petra, como si tuviera cuatro manos, preparaba su almuerzo y por otro lado, calentaba la bebida láctea de Ana. El sol ya se acercaba a su punto más perpendicular cuando un barullo se agolpó en la reja que conduce a la calle. Un mal presentimiento le vino  a la cabeza. Petra, sin colores en el rostro y el corazón a punto de estallarle en el pecho, se aproximó al tumulto. Con piernas temblorosas  se dirigió a la reja. Enfrente de ella un hombre era cargado en brazos, con la cara ensangrentada. Oyó las voces confusas, casi a gritos, que decían: “¡Es Miguel”!, “¡Es Miguel”!

“¡Quería decirte un millón de cosas, Miguel, y adiós no era una de ellas!”, pensó, Petra, mientras, con la cara estrujada de tanto llorar, lo observaba con ojos maternales. Una venda da vuelta alrededor de la cabeza del hombre convaleciente; un frasco de medicina cuelga y se diluye en su cuerpo. Un leve movimiento de los dedos de su mano derecha, pone en sobresalto a Petra. Quiere llamar al médico pero, se detiene. Aquel hombre abre sus ojos; su iris se observa lejano. Intenta averiguar, mirando a su alrededor, dónde se encuentra. Luego del rastreo precisa a Petra, erguida, como un atalaya infranqueable. Ambos se hablan entre sí con una exangüe sonrisa. “¿Qué me pasó?”, pregunta, el sujeto de la cama. Petra respondía acariciándole la frente, a la vez que apretaba contra su pecho lo que tenía entre sus brazos. El hombre sonrió, y le dijo: “He visitado el cielo”.

De pronto, se abre la puerta de la habitación y aparecen dos hombres vestidos de blanco. Rodean a Petra, la sujetan por los brazos y la conducen afuera. Un hombre de tez morena conversa con una mujer sentada detrás de un escritorio. “¿Cuál es su nombre?, preguntó, ella. Vicente, respondió, él. “Las normas son las normas, señor. Venga cualquier domingo del mes y con gusto lo atenderemos”. Vicente a pasos lentos salió a la calle. Ya sentado, en el banco de la parada de buces, podía leerse a sus espaldas: “Sanatorio Mental San Marcos de León”.

MARIANITA

 

Autor: Mairo Rangel

Antes de cerrar las viejas cortinas de la ventana, Marianita, se quedó pensativa mirando el cuadrito de cielo que tenía enfrente. La luna, como si supiera que la miraban, danzó rielando con lentitud toda la noche. Con ochenta y siete años, los pensamientos de Marianita aún estaban tan claros como el agua de la vasija sobre la mesita desvencijada. Quizás florecieron recuerdos esa noche serena en la que bostezaba de tanta tranquilidad. Se escuchaba el trepidante ir y venir de la  hojarasca y cómo daba tumbos en la calle pedregosa. El silencio traía ecos lejanos de ladridos de perros. Corría el mes en que los caminos olían a monte verde. Y, el cedro centenario, levantado como un edificio de cinco pisos, se estremecía por los fuertes vientos, arrojando por encima de los techos de las casas vecinas ronquidos estrepitosos.

En la oscuridad un hombre a caballo se acerca, el retumbar de las coces avanza con lentitud, y se torna más sonoro a medida que se acerca a la casa. Aquel hombre desmonta con parsimonia, extrae de la gualdrapa un paquete envuelto en tela y amarrado por cintas gruesas.  Asoma el ´paquete por encima de la barda metálica.

-   Nada, comadre. Y eso que lo buscamos en la naciente del rio Sarare –dijo el hombre. Tenga fe, tenga fe – terminando de decir con un tono esperanzador.

“¡Jum! Quién sabe cuál camino agarraría ese ‘guaro’ ”. Salió al paso la voz  ebria de un hombre, que estaba sentado en una de las raíces salientes del cedro.

Una luna descotada atravesó el cielo tan rápido como una estrella fugaz hasta taparse. La luz del amanecer comenzó a barrer las sombras de la noche y en cada rincón floreció la claridad. La pequeña casa. Esas cuatro paredes construidas con tanto sacrificio aparecían terminando la madrugada. Podía verse con facilidad el humo del fogón escabullirse entre las ranuras del techo, y se elevaba en el aire formando rizos hasta confundirse con las nubes.

-       Qué sabes de Lorenzo, Marianita – preguntó Cipriana cuando iba para el conuco.

-       Y ¿Por fin, ‘mano Lencho’? – atisbando al compañero de parrandas de Lorenzo.

Marianita, intentó responder, pero las ganas de llorar eran como un sello en su boca y no dijo ni una sola palabra. El huerto era su escape. Parada justo entre los lirios blancos podía ver de frente la montaña. La oteó  con mirada profunda  y enlazó con la magia de un cabestrero el triste recuerdo del día en que desapareció Lorenzo, sin dejar rastros.

La mañana termina de abrirse con el chasquido de un metal escarbando el suelo. El huerto delató unas manos arrugadas que abrían nuevamente la tierra, para sembrar el pequeño embrión que luego brotara como una nueva vida. “Aún recuerdo las cuatros paredes de la primera casa ¡Quinientas monedas! Quinientos días de angustias, pero, ya tengo mi casita”, dijo Marianita Chávez, con su ronca y cansada voz. Debió tener, más que satisfacción, un consuelo interior, de dejar a su prole cuatro paredes y un techo. A pesar de los años le gustaba permanecer largo rato en su lugar preferido, su santuario, su huerto. Entre las florecitas de lirio blanco se detuvo pensativa. En sus manos, un tallo de cayena y un puñado de tierra; en los frutos verdes del ciruelo, su mirada de niebla y de tristeza.

-       Esas bromas  se van a perder si Lorenzo no regresa pronto –apuntando los frutos del ciruelo con la mirada.

La semana había arrancado con la triste noticia sobre Lorenzo. Nadie en el pueblo sabía de su paradero. Dicen que los perros siempre encuentran a su dueño cuando se les pierde en una cacería. Pero los perros llegaron solos, con un montón de cadillos pegados a sus pelambres. Tres días aullando tenían los perros;  tres días llorando en silencio, la ausencia del hijo perdido.

Los cuencos de los ojos de Marianita se tornaron amoratados por su vejez. Ayes agitados y desesperados de antaño huyeron, como del invierno las golondrinas, cansados tal vez, de agobiar y hacer sufrir. Marianita Chávez, entre retazos de suspiros recorrió las solariegas y viejas casuchas. Sentía que el alma se le escapaba como aliento y regresaba con ganas de más vida. Llenos de recuerdos infantiles, sus pupilas aguarapadas recrearon los patios vecinos y a los mocosos jugando a las escondidas entre los arbolitos turbados de maleza. Lorenzo brinca de piedra en piedra, corre y se esconde detrás del cedro, grita con voz de alarma “¡Aquí estoy!”. Vuelve a correr y salta la barda de alambre, cayendo sobre los retoños de Yerba Santa que celosa cuida Marianita.

-       ¡Muchacho del cipote, me vas a echar a perder las matas! – con un bejuco de tapara en las manos para reprenderlo. 

Un silbido de ánimas la distrajo, el mismo de cada lunes antes de encender la velita. El cielo se abre limpio y regala una celeste claridad. “Allá volará quien ganó las alas, allá volará quien esté lleno de misericordia”, pensaba para sus adentros, Marianita, sentada, ésta vez, en una silla de cuero crudo, y sus ojos perdidos en las figuras de las nubes.

-          ¿Cuándo regresará Lorenzo? – Se preguntó, presurosa, sacudiéndose la tierra de las manos.

Marianita Chávez vivía en su casita de bahareque, entre el humo gris y las virutas del fogón; sobre la techumbre se elevaba una humareda traslúcida. Detrás, como si fuera un espejismo, se veía el verdor movedizo de la montaña de MaríaLionza. Anclado en caballete y mordido en su pared frontal por dos pequeñas ventanas, abigarradas por dos cuadros de tela metálica, la casa descolocaba con tristeza una puerta de madera amarillada por el sol que rara vez estaba abierta. A la misma hora de cada mañana se podía contar uno a uno la cría de cerdos que marchaban en fila india detrás de su madre, una cerda robusta de pelambre de acero, negro, brillante. Todas las mañanas, a la misma hora, Marianita, salía al medio de la calle con una taza de café recién colado. Se quedaba absorta, nostálgica, más bien, con sus pupilas paralizadas en dirección a la montaña, siempre a la espera de Lorenzo.

-          ¡Otra vez se te va a enfriar el cafecito, hijo! – decía.

Ya vencida por la espera, sorbo a sorbo bebía el café, mientras el aroma la ausentaba de su mundo pesaroso. Evangelista, la comadre de la casa vecina, llega apresurada con compresas listas para el parto.

-          ¡Válgame! Si ya vas a parir, mujer –dijo.

 Con rostro sereno y una maleta apretujada, Marianita, cogió las calles pedregosas en dirección al pueblo; el llanto de la vida quería surgir; el tic tac de los dolores se aceleraba a cada vuelta de las agujas del reloj; cada paso que daba se transformaba en un temblor en su estómago; sus pies no cabían en las sandalias; se hizo paso entre el tumulto enfrente de la casa de gobierno, al parecer, velaban los restos de una de las amantes del dictador; no había tiempo para averiguaciones; los dolores en las entrañas iban y venían cada vez más fuertes; en su mente se imaginaba al hijo, tal como lo soñaba; la voz de Evangelista se confundía con el aturdimiento que provocaba aquella criatura que parecía salírsele por la boca.

-          ¿Ya sabes qué nombre le vas a poner? – preguntó ansiosa Evangelista mientras caminaban.

-          Lorenzo. ¿No se acuerda? Se lo dije a que Isidra Campos – responde, Marianita, con respiración entrecortada.

 No le importó la soledad en la que dejó la casa. Por ráfagas llegaban a su mente el tintin de los vasos de peltre colgados en el negro dintel del fogón. Pero el dolor no distingue edad, ni color, lo tenía clavado a martillazos en su propia alma. El vestido largo pegado a la panza dibujaba un globo que brotaba desde el pecho, y las sandalias medioabrochadas lanzaban piedritas en la espalda por lo pasos veloces. Antes de cruzar la esquina para el dispensario, creyó ver la techumbre humeante de su casa que devolvía el brillo del sol a mediodía. Era la canícula inclemente de septiembre, un veintitrés.

¡Ya son cuarenta, Lorenzo! – era su voz interior. Las tapas de cinc a medio amarrar del techo tronaron por el paso de un ventarrón repentino, como advirtiendo los gritos que venía de la calle. Marianita volvió al mundo y salió a volandas para averiguar qué estaba pasando, y por qué tantos gritos. Su baja estatura no le permitía reconocer cuál era el afán de la gente que rodeaba y palmeaba la espalda de aquel hombre. Aguzó los ojos para ver mejor y lo primero que vio fue la camisa azul clara con que se fue. Su corazón se agitó como repique de tambores, tenía miedo y felicidad, a la vez. Escrutó en el hombre el rostro ajado por la tierra, la mirada extraviada, el cabello desaliñado. Entonces, allí estaba Marianita, frente a Lorenzo. Lo único que alcanzó decir fue: “¡Ah, mundo, hijo, qué fue lo que te pasó!”.

Lorenzo sin decir una sola palabra fue directo a la puerta de su cuarto, la única puerta que daba a la calle, esa que, rara vez estaba abierta. Soltó los alambres que la mantenían cerrada, entró y con una expresión ausente, se sentó en la vieja hamaca.

El fogón avivó la lumbre. El aroma a frijoles refritos y a huevos revueltos se mezcló con el olor sabroso del café recién colado. Marianita cocinó como nunca. Fue al huerto y recogió hojitas de cilantro para preparar los frijoles que le gustan a Lorenzo, trozó ajíes y se hizo de limones para el jugo preferido del hijo reaparecido. Chivacoa vivía los días en los cuales se debatían el rosado del cielo y la llovizna impertinente que adormilaba las gigantescas ceibas y samanes. Marianita caminaba de prisa, de piel morena, cabello oscuro con rayones de canas, no era más alta que un niño de diez años. En sus ojos de parpados caídos ganaba la carnosidad que, como una niebla, le estaba quitando la otrora vista perfecta. Vestía camisones que le llegaban a los tobillos. En aquel momento no hizo falta escuchar el campanario para saber que era alrededor de las doce del mediodía. El sol quemaba la espalda. Mientras recogía limones del suelo, Marianita, hizo círculos una pañoleta y se la acomodó en la cabeza. Sujetó su faldón en dos puntas para vaciar, como en un saco, el recado que le regaló su huerto. Su rostro lleno de arrugas, no mostraba alegría, más bien, cierta tranquilidad y calma.

El humo espeso y gris del fogón, por el contrario, parecía festivo, subía tan rápido que los olores a comida recién preparada podían llegar hasta la montaña de Marialionza.

Mayo en su florescencia arropaba la piel con su calor pegajoso, casi siempre, antes de una intensa lluvia. En silencio las techumbres plateadas comenzaron a rebotar la incandescencia de los primeros rayos de sol. Chivacoa lucía rural y rupestre. Las hermosas y verdes frondas de los arbustos sabían con certeza la llegada de la temporada de lluvias.

Luego de las doce del mediodía, la vianda de comida contemplaba frijoles refritos, huevos revueltos con ajíes y cilantro de monte, una generosa rodaja de aguacate, y la arepa tostada, la delicia de Lorenzo. Con tantos días encalamocado, Lorenzo, debía tener un hambre de  ‘Padre y Señor Nuestro’, eso dijo Marianita traspasando la reja y aproximándose con ligereza a la única puerta del cuarto, la misma que daba a la calle.

Allí estuve mirándola, sentado sobre la piedra erosionada por las aguas de lluvia que corrían hacia la montaña. Me aferraba a la emoción de ver a Marianita de mi misma estatura, de comer las olorosas y dulces ciruelas que me regalaba, y de vez en cuando, de degustar las arepas rellenas que ponían en mi mano traspasando la calle. El escozor en mi cuero cabelludo delataba la posición del sol con su luz perpendicular. Sudoroso y con ojos de radar seguí paso a paso a Marianita. Hice un rápido inventario de la vianda repleta de comida. Vi sus manos ocupadas, parada frente de la puerta, y en segundos, los frijoles refritos y los huevos revueltos, regados por el piso. El vaso del jugo y, la vianda, rodaron por las piedras de la calle.

Marianita llevó sus manos a la cabeza, me miró, y dijo con voz de tragedia: “mire lo que hizo este muchacho, carajo”. Las arrugas de su cara se pronunciaron más al apretar los labios, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

El potente ruido de la máquina despejó el espejismo, y una gran pala metálica echaba por el suelo los últimos escombros de bahareque. Me acerqué para agarrar un terrón de entre los escombros mezclados con trozos de madera, lo desmoroné en mi mano, mientras mi mente dibujaba cada parte de aquella casa, el fogón, el catre, la quijada para el molino, y la viga de la desgracia. El viejo ciruelo parece hablarme, pero sus palabras suenan a viento seco y a fogón mojado. Me alejé preguntándome una y otra vez qué sería de Marianita. Cómo ha pasado el tiempo. Y el olor de la ciruela se ha ido para siempre.

 

Fin.

 

 

 

 

 

 

Chivacoa, mayo de 2021.